miércoles, 5 de marzo de 2014

Perseverancia en la persecución.


Esteban martirizado con piedras, mientras persevera heroicamente hasta el final con la oración, ganando así la corona de la salvación.

Veamos ahora cómo se ha de vencer al mundo. Gran enemigo es el demonio, mas el mundo es peor. Si el demonio no se sirviese de él, de los hombres malos, que forman lo que llamamos mundo, no lograría los triun­fos que obtiene. No tanto amonesta el Redentor que nos guardemos del demonio como de los hombres (Mt., 10, 17). Estos son a me­nudo peores que aquéllos, porque a los demo­nios se los ahuyenta con la oración e invo­cando los nombres de Jesús y de María; pero los malos amigos, si mueven a alguno a pe­car y les responde con buenas y cristianas palabras, no huyen ni se reprimen, sino que le excitan y tientan más, y se burlan de él llamándole necio, cobarde o menguado; y cuando otra cosa no pueden, le tratan de hi­pócrita, que finge santidad. Y no pocas al­mas tímidas o débiles, por no oír tales burlas e improperios, siguen a aquellos ministros de Lucifer y pecan miserablemente. Persuá­dete, pues, hermano mío, de que si quieres vivir piadosamente, los impíos, los malvados te menospreciarán y se burlarán de ,ti. El que vive mal no puede tolerar a los que vi­ven bien, porque la vida de éstos les sirve de continuo reproche y porque quisiera que todos le imitasen para acallar el remordi­miento que le ocasiona la cristiana vida de los demás. El que sirve a Dios, dice el Apóstol (2 Ti. 3, 12), tiene que ser perseguido del mundo. Todos los santos sufrieron rudas per­secuciones. ¿Quién más santo que Jesucristo? Pues el mundo le persiguió hasta darle afren­tosa muerte de cruz.
No ha de sorprendernos esto porque las má­ximas del mundo son del todo contrarias a las de Jesucristo. A lo que aquél estima llama Cristo locura (1 Co., 3, 19). Y al contrario, el mundo tiene por demencia lo que alaba y aprecia nuestro Redentor, como son las cru­ces, dolores y desprecios (1 Co., 1, 13). Pero consolémonos, que si los malos nos maldicen y vituperan, Dios nos bendice y ensalza (Sal. 108, 28). ¿No basta ser alabados de Dios, de María Santísima, de los ángeles y santos y de todos los buenos? Dejemos, pues, que los pe­cadores digan lo que quisieren y prosigamos sirviendo a Dios, que tan fiel y amoroso es para los que le aman. Cuanto mayores fue­ren los obstáculos y contradicciones que ha­llemos practicando el bien, tanto más grandes serán la complacencia del Señor y nuestros méritos. Imaginemos que en el mundo sólo Dios y nosotros existimos, y cuando los mal­vados nos censuren encomendémoslos al Se­ñor, y dándole gracias por la luz que a nos­otros nos alumbra y a ellos les niega, prosi­gamos en paz nuestro camino. Nunca nos cau­se rubor el ser y parecer cristianos, porque si nos avergonzamos de ello, Jesucristo se aver­gonzará de nosotros, según nos anunció (Lc, 9, 26).
Si queremos salvarnos, menester es que es­temos firmemente resueltos a padecer fuerza y a violentarnos siempre. «Estrecho es el ca­mino que conduce a la vida» (Mt., 7, 14).
El reino de los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que se la hacen a sí mismos son los que le arrebatan (Mt., 11, 12). Quien no se hace violencia no se salvará. Y esto es irre­mediable, porque si queremos practicar el bien, tenemos que luchar contra nuestra re­belde naturaleza. Singularmente, debemos violentarnos al principio para extirpar los malos hábitos y adquirir los buenos, puesto que después la buena costumbre convierte en cosa fácil y dulce la observancia de la bue­na ley.
Dijo el Señor a Santa Brígida que, a quien practicando las virtudes con valor y pacien­cia sufre la primera punzada de las espi­nas, después esas mismas espinas se le true­can en rosas. Atiende, pues, cristiano, y oye a Jesús que te dice como al paralítico (Jn., 5, 14): «Mira que ya estás sano; no quieras pecar más, porque no te suceda cosa peor». Entiende, añade San Bernardo, que si por tu desgracia vuelves a recaer, tu ruina será peor que todas las de tus primeras caídas. ¡Ay de aquellos, dice el Señor (Is., 30, 1) que emprenden el camino de Dios, y luego le de­jan. Serán castigados como rebeldes a la luz (Jn., 3, 19); y la pena de esos infelices, que fueron favorecidos e iluminados con las luces de Dios, e infieles después, será quedar del todos ciegos y así acabar su vida hundidos en la culpa. «Mas si el justo se desviare de su justicia..., ¿por ventura vivirá? No se hará memoria de ninguna de las obras justas...; por su pecado morirá» (Ez., 18, 24).

Afectos y súplicas

¡Ah, Dios mío! ¡Cuántas veces he mereci­do castigo semejante, ya que tantas dejé el pecado por las luces y mercedes que me dis­teis, y luego miserablemente recaí en la cul­pa! Infinitas gracias os doy por vuestra cle­mencia en no haberme abandonado a mi ce­guedad, privándome de vuestras luces como yo merecía. Obligadísimo os quedo, y harto ingrato sería si volviese a separarme de Vos. No será así, Redentor mío: antes bien, espe­ro que en el resto de mi vida, y en toda la eternidad, he de alabar y cantar vuestras misericordias (Sal. 88, 2), amándoos siempre sin perder vuestra divina gracia. Mi pasada ingratitud, que maldigo y aborrezco sobre to­do mal, me servirá de acicate para llorar las ofensas que os hice y para inflamarme en amor a Vos, que me habéis acogido o pesar de mis pecados, y me habéis otorgado tan altas mercedes. Os amo, Dios mío, digno de infinito amor. Desde hoy seréis mi único amor, mi único bien. ¡Oh Eterno Padre! Por los merecimientos de Jesucristo os pido la per­severancia final en vuestro amor y gracia, y sé que me la concederéis si continúo pidién­doosla. Mas, ¿quién me asegura de que así lo haré? Por eso, Dios mío, os ruego que me deis la gracia de que siempre os pida ese precioso don... ¡Oh María!, mi abogada, esperanza y refugio, alcanzadme con vuestra intercesión constancia para pedir a Dios la perseverancia final. Os lo ruego por vuestro amor a Cristo Jesús.


San Alfonso María de Ligorio, “Preparación para la muerte”, Ed. Apostolado de la Prensa, S. A., Madrid, 1944.