domingo, 27 de enero de 2013

Ensayo sobre la fe.



La fe en la Presencia Real de Nuestro Señor Jesucristo
en el Santo Sacrificio de la Misa.
Iluminación medieval, Escocia 1460-1480.


La fe es el principio de todo verdadero conocimiento (Vi­sión matutina). Sin ella la ciencia es un saber ignorante que se volverá un instrumento de destrucción en las manos de Satán.
La fe es la primera etapa de la salvación, según San Agus­tín[1], un misterio que escapa a toda definición. Como la flor gira en dirección del sol, así el alma se orienta hacia el mundo sobrenatural. Esta aspiración del espíritu hacia el Sol divino es la fe.
La fe precede a la comprensión, precio de la fe (merces fidei), como dice también San Agustín: “No trate de entender para creer, sino crea para entender”. José de Maistre saca la consecuencia de esta verdad cuando hace decir al Senador en “Les Soirées de Saint-Petersbourg”: “Dejemos la física al mundo y tengamos siempre los ojos puestos sobre este mundo invisible que todo explicará”. La “Imitación” dice también: “Que tu co­razón aprenda a deshacerse del amor por las cosas visibles y a transportarse hacia las invisibles” (Lib. I, Cap. I).
Los Evangelios son el compendio de la fe, este don de Dios sin el cual no hay salvación. Jesús no sana a los enfermos que no proclaman primero su fe, initium salutis: “Según vuestra fe así os sea hecho” (Mat. IX. 29). Él no puede obrar milagros ante incrédulos: “Jesús no hizo aquí (en Nazaret) muchos mi­lagros a causa de su incredulidad” (Mat. XIII. 58) y por la in­credulidad de sus discípulos ellos no pudieron sanar al lunático, pues “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebr. XI, 6). En cambio “el que cree en Mí, ya no tendrá sed jamás” (Juan VI. 35), dice el Señor, “Del seno de aquel que cree en Mí manarán ríos de agua viva” (Juan VII. 38), él verá “la gloria de Dios” (Juan XI, 40), él “hará también las obras que yo hago, y las hará todavía mayores” (Juan XIV, 12) y “aunque hubiera muer­to, vivirá” (Juan XI, 25). Tal es el poder de la fe.
La fe no es una virtud exclusiva de los Católicos. Los franc­masones tienen una definición hermosa de la fe: según el Rito Escocés, ella es “la llama que ilumina el conocimiento” (I.F.L.); pero, para ellos, la fe no debe ser ciega pues la fe ciega produce “los fanáticos, los ignorantes, que creen sin saber”. Este recha­zo de la “fe ciega” fue compartido por muchos clérigos ingenuos del siglo de las luces. El abate Louis Racine empieza su poema de La Religión (1742) con este verso: “La raison dans mes vers conduit l'homme à la foi”. En vez de tener fe para llegar al conocimiento, ellos presuponen la razón. Y paulatinamente la razón eclipsará la fe. En el frontispicio de la Gran Enciclopedia (1751) se ve la razón y la filosofía arrancando el velo que cubre la Verdad, y, con la Revolución francesa la diva Razón será pues­ta sobre el altar de Notre Dame: “Antichristus in domo Domini, in sede Christi sedebit” (S. Ambrosio).
Los clérigos progresistas contemporáneos que piensan lle­var los fieles a la fe en un espíritu de conciliación con doctrinas “intrínsecamente malas” promueven sin darse cuenta la fe en la ciencia, en la técnica, en el way of life americano, en la de­mocracia, en el poder del hombre. Y esta fe degenerada será un instrumento de destrucción de la fe y, según el aforismo de San Agustín, la “aversio a Creatore ad creaturam”.

Guillermo Gueydan de Roussel, “El Verbo y el Anticristo”, Ed. Gladius, Buenos Aires 1993.


[1] “Haec est humanae salutis initium, sine hac nemo ad filiorum Dei numerum potest pertingere vel pervenire”.