sábado, 24 de septiembre de 2011

De la Iglesia perseguida.



No soy de ver televisión pero, en ciertas ocasiones, me toca hacerlo. Hace unos días, en un programa periodístico argentino, se debatía tristemente el tema del aborto. Había un panel de tres mujeres, las cuales, sostenían tres posturas diferentes: una era la tibia, perteneciente a un partido político, que intentaba ser lo más “políticamente correcta” y que defendía la postura abortista en casos excepcionales, como en el caso de una violación a una deficiente mental. La otra panelista, era aquella radicalmente abortista que va por toda la legalización del aborto en cualquier circunstancia; y la tercera, era quién decía que cualquier tipo de aborto, se practicase como se practicase, estaba mal ¿A qué voy con todo esto, si el artículo que pretendo presentar trata de la persecución a la Iglesia? Bien, en un momento, uno de los periodistas encargados de preguntar a las diferentes posturas, atacó a la tercera panelista, la que defendía la vida desde la concepción, situando sus preguntas en torno a su postura como católica, vociferando que porqué ella se atrevía a atacar el aborto si la Iglesia tapaba abusos sexuales y muchos otros crimenes supuestamente peores. La católica supo responder que el debate era sobre el aborto y no sobre aquellas otras cosas, también condenables, que el periodista insidiosamente sacaba como tema para defender su postura.  Un crimen debe ser justificado con otro crimen… ése parecía el argumento esencialmente justificativo para intentar una defensa a la postura abortista, “si Uds. son malos, ¿porqué no podemos serlo nosotros?” Y ese es el nivel al que realmente se quiere desembocar con la ideología de turno y de moda: a la condena de lo verdaderamente molesto para el espíritu mundano, a la Iglesia católica.
Por otro lado, nos encontramos con la persecución ya no sólo en el plano moral y de orden natural, sino que también en el plano de aquello que pueda tener olor a “tradición católica”, resulte sistemáticamente perseguido por el progresista. Cualquier declaración Papal que recuerde algo de la doctrina tradicional de la Iglesia, o cualquier grupo católico que conserve la fe en su integridad, es defenestrado sistemáticamente y etiquetado con algún mote que no sea abiertamente anticatólico pero que en el fondo ataque aquello tan odiado; como por ejemplo el de “retrógrados”, “medievales”, “conservadores”, o el tan usado “ultra” delante del adjetivo para darle un tono de fanatismo y gravedad al asunto. Y ni hablar de los otros medios más abiertamente de izquierda, que se remiten al comodín de “fachista” o “nazi”.
La triste realidad es que muchos católicos se encuentran en la vereda de la persecución a quiénes deberían ser sus hermanos, entrando (algunos por ignorancia, otros por intentar congeniar con las ideas modernas y descristianizadas) en la misma persecución mediática hacia la Iglesia católica y a su Tradición bimilenaria, excomulgando, echando, expulsando o simplemente increpándolos de “fascistas”, pensando que con esa forma de actuar, hacen un bien a la Iglesia. De eso habla Leonardo Castellani en su siguiente sermón.


Domingo de la infra-octava de la Ascensión
Jn 15, 26-27; 16, 1-4.

EL evangelio de este Domingo (Jn XV, 26) da otra vez un salto atrás, al fin del capítulo XVI; pero está todavía dentro del lar­go Sermón Despedida de Cristo. Es un evangelio actual, porque trata de la “persecución”, y la Iglesia ha estado siempre perseguida de una manera u otra, conforme a la predicción de Cristo: “Si a mí me persi­guieron, a vosotros os perseguirán; no es el discípulo mayor que el maes­tro”. Y quizás está hoy más perseguida que nunca en todo el mundo, aunque no lo parezca.
En estos cinco versículos, Cristo encomienda a los Apóstoles la mi­sión de Testigos, y les promete el Espíritu Santo, que será el primer Tes­tigo, el testigo interior que nos hace sentir la verdad de lo que Él dijo; y después les predice las dos formas más terríficas de persecución “para que no os escandalicéis”, para que no tropecéis cuando ellas acaezcan.
Las dos formas más terríficas de la persecución son la de adentro y la de afuera; primero la de adentro: “seréis excomulgados”, como si dijéra­mos... (“exsynagogis facient vos-apossynagogéesete”) seréis echados de la si­nagoga o reunión de los creyentes, que equivale a nuestra “excomunión”. Y después la de afuera, “os matarán”, y en los últimos tiempos, “os ma­tarán y creerán con eso hacer un servicio a Dios”; es decir, os matarán como a criminales, como a perros rabiosos. Los mártires de los últimos tiempos, dice San Agustín, ni siquiera parecerán ser mártires. Actualmen­te en Rusia, cuando matan a un cristiano, no lo matan por cristiano, si­no por haber hecho no sé cuántas traiciones y felonías contra la patria; y se las hacen confesar primero por medio del pentotalt, o lo que sea. Lo mismo pasó en Inglaterra en tiempo de Isabel la (Sucia) Virgen, como la llaman ahora algunos historiadores: mataban a los que decían misa o es­cuchaban misa, como a Campion, Norfolk o Southwell, pero no “por decir misa” sino porque “ayudaban a los españoles contra Inglaterra”: por “traidores a la Reina”.
Lo que Cristo predijo se cumplió; todos los Apóstoles murieron már­tires -y primero los echaron de la sinagoga después de azotarlos- excep­to San Juan Evangelista, que murió en su cama a los 100 años de edad, pero fue mártir: porque lo echaron a una caldera hirviendo de hacer tor­tas fritas en tiempo de Domiciano César, de donde salió milagrosamente ileso, porque Dios quería que escribiera el Apokalypsis y el Cuarto Evan­gelio; éste que estamos comentando. Y después el Emperador lo condenó a las minas en la isla de Patmos; y las minas de los romanos eran un su­plicio peor que la muerte; como lo ha mostrado Ramsay en su erudito libro, The Letters to the Seven Churches. Allí compuso el Apokalypsis; y se salvó de la-muerte prematura, la idiotez o la demencia por pura casuali­dad; porque habiendo sido trucidado por el ejército bajo el mando de Nerva el feroz Domiciano, el Senado decretó la nulidad de todos los decretos que había dado “el tirano depuesto”; y Juan fue soltado de las minas por pura y simple burocracia; o Providencia.
El primero de los Apóstoles martirizados fue el primo carnal de Jesu­cristo, Santiago el Menor, de quien se dice que fue nieto de Santa Ana, el Apóstol calladito que no habla en todo el Evangelio, pero que habla en el primer Concilio de Jerusalén con una autoridad casi tan grande co­mo la de Pedro; y que calma y mete en razón al tempestuoso Pablo, “que vio a Cristo en el viento”, como dice Rubén romántico. Fue arzo­bispo de Jerusalén y tuvo que vérselas con los judíos. Duró poco: lo echa­ron no solamente de la Sinagoga sino también del Templo, haciéndolo rodar por la alta escalinata; y cuando estaba todo roto al pie, le hicieron saltar los sesos con el palo de un batanero: con un batán o garrote. Y así los demás fueron dando su Testimonio en diversas formas amenas: San Pedro crucificado cabeza abajo sobre la propia colina vaticana; por lo cual dicen que en el Vaticano siempre ha de haber gentes patas arriba.
“Todo esto os he dicho ahora, para que, cuando llegue la hora, os acor­déis que yo lo predije. Todo esto os harán, porque no conocieron al Pa­dre ni a Mí. Ahora hay que decirlo, porque ahora me voy. ¿Qué? ¿Aho­ra os ponéis tristes? ¿Y ninguno me pregunta adónde voy?”, concluyó el Señor; y así concluimos también nosotros. ¡Mucho ojo y mucho ánimo!
Así que es deber del cristiano tener ojo a la persecución. Ese fenómeno histórico de la persecución es una cosa digna de que un filósofo ponga sus ojos en ello y lo considere. ¿Por qué tengo yo que estar aquí en con­diciones desventajosas, extranjero en mi patria, a malas penas ganándome la vida con gran esfuerzo en medio de los parásitos opulentos, como un “ciudadano de segunda zona”?
-¡Porque eres cristiano!
-¿Es un crimen ser cristiano?
-Para el mundo ser cristiano es una agresión y una molestia. De al­guna manera u otra, el verdadero cristiano es resistido por el mundo. “Todo aquel que quiera vivir píamente en Cristo Jesús será perseguido” (II Tim III, 12).
¿Y la Iglesia Católica por ventura no ha perseguido a su vez cuando se sintió poderosa? No, rotundamente. Jamás. ¡Qué tanto! Basta.
Estamos hartos de leer en libros herejes que corren ahora a docenas entre nosotros, por culpa de los editores logreros -y de otros también, digamos la verdad, que no son editores-, estamos hasta aquí, hasta el gaznate... de la Noche de San Bartolomé, las Dragonadas, la Matanza de los Albigenses, María Tudor, Galileo; y la Inquisición Española... Son cosas fieras, desde luego; pero ni han sido persecución, ni causadas por la Iglesia en cuanto Iglesia; aunque se hayan ensuciado en ellas algunos “hombres de Iglesia”. ¿Qué han sido, pues? Han sido abusos políticos, hechos por hombres políticos, y obstaculizados y aun reprobados por los hombres religiosos; y los hombres religiosos eminentemente cons­tituyen la Iglesia, nuestra Iglesia, que nosotros conocemos por dentro y no por fuera solamente. Todas esas grandes resbaladas son simplemente casos de mundanismo dentro de la Iglesia; contra los cuales la Iglesia reac­cionó de inmediato, de una manera u otra. “Reaccionó tarde”, dicen. Reac­cionó tarde una vez de cada diez veces.
La tan traída y llevada Inquisición Española no fue al fin y al cabo -véa­se los equilibrados libros de William Th. Walsh, discípulo de Belloc, y el libro de Hoffman Nickerson- sino una defensa contra una invasión extranjera, un caso de defensa propia y de instinto de conservación co­lectivo. ¿Invasión de quién? Pues del protestantismo alemán del pavote de Lutero, que no tenía nada que hacer en España. Cuélguenle todos los abusos y errores que quieran, jamás impedirán que en el fondo haya te­nido razón. Tuvo una clara y simple -elemental- razón de ser política: pero la política siempre es un poco sucia; o mucho. Y de todos los abu­sos que he leído de ella -escritos comúnmente por autores apasionados e irresponsables, Llorente, Medina- del único que estoy seguro es del pro­ceso del arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, que leí en Menéndez Pelayo; proceso que se prolongó abusivamente ¡veinte años! al fin de los cuales el testarudo aragonés fue absuelto y puesto en libertad... poco an­tes de morir. Contra el juicio de Menéndez Pelayo, nadie me quita a mí que eso fue una barbaridad de Felipe II y una debilidad del Vaticano; pe ro al lado de las barbaridades protestantes que en ese mismo tiempo ha­cían Isabel en Inglaterra, Calvino en Ginebra y Gustavo Adolfo en Germania, la barbaridad del pobre “Demonio del Mediodía” desaparece como una astilla en un horno ardiente. No digo que se pueda aprobar; digo que hay que mirarla en su propia perspectiva. Para mí, mirada des­de el ángulo religioso, es una abominación; pero mirada desde el ángulo político, parece que es comprensible, si aprobable no. Conozcamos las cosas desde todos los ángulos, si es posible: eso es filosofía.
Filosóficamente se puede justificar la Inquisición Española; y eso tanto más fácilmente cuanto más arriba se tome; pues de hecho fue una insti­tución que decayó rápidamente. Pero yo debo ser nieto de garibaldino, porque debo confesar que sentimentalmente me crispo todo solamente de pensar en la fuerza aplicada a la defensa de la religión. Toda el alma se me levanta ante el proceso de Carranza, la retractación de Galileo, la ominosa condena de Giordano Bruno o la imbécil retractación y silencio impuesto al cardenal Petrucci, que fue un napolitano genial en psicología y moral, precursor iluminado de Charcot, Babinsky y Paul Janet en el conocimiento de las neurosis. Lo hicieron retractarse de lo que él veía claramente y retirarse a Nápoles, porque tenían miedo que llegara a Pa­pa: por política[1]. Y yo sé que todos estos errores chillones fueron obra de hombres políticos, y no de religiosos. El hombre religioso que había allí, en el tribunal de Petrucci, fue el teólogo vizcaíno Padre Pérez que disintió en casi todas las censuras.
¿Qué me importa a mí, que soy hombre religioso -o al menos deseo serlo- de las barbaridades que hayan hecho los hombres políticos, aunque sean católicos, si es que fue católico el cardenal Cybo? Ni Cristo ni yo tenemos la culpa. Yo no soy responsable de lo que hayan perpetrado Ale­jandro VI, Felipe II o María Tudor; que ciertamente no hicieron, por otra parte, todo lo que les achacan sus enemigos. Si María Tudor fuese realmente la “María Sangrienta” (“Bloody Mary”) que pintan Hume y Green, peor para ella, ella habrá dado rigurosa cuenta a Cristo, simple­mente desobedeció a Cristo: no me vengan aquí con cuentos de yonis. ¿El Papa Julio II tuvo un hijo natural? Peor para él. ¿El Papa Juan XII fue el Papa más malo y ruin de toda la Historia? Pues al lado del Rey más ruin de toda la Historia, que no fue católico y persiguió a los cató­licos, Juan XII es un angelito...
Estas cosas hay que mirarlas intelectualmente, y no sólo sentimental­mente; y eso es filosofía y sentido común. Ya sabemos de lo que son capaces los hombres, lleven jubón o lleven sotana; y los curas en jubón, hombres son. Son capaces de corromperlo todo, incluso la religión. La religión es una cosa seria; y el que peca en religión, peca seriamente.
La Iglesia es santa, no porque no haya en ella posibilidades y aún fo­cos de corrupción -como hay en un organismo sano focos de enferme­dad- sino porque conserva un sistema nervioso que la hace estremecerse delante de la corrupción. Y ese sistema nervioso son los hombres reli­giosos que en la Iglesia existen como en su centro, como contrapeso de los otros: los Mártyres, los Testigos de Cristo. Once Apóstoles mártires contrapesan a Judas Traidor. Petrucci contrapesa a Cybo.
Yo no soy responsable de lo que hayan hecho Juan XII o Alejandro VI; porque si hubiese vivido cuando ellos, con la gracia de Dios me hu­biese opuesto a lo que hacían con todos los medios a mi alcance; como me opongo ahora, dando testimonio con mis pobres medios, a lo que hacen de malo los malos clérigos, malédicos y calumniadores; los cuales no me tienen mucha simpatía, a juzgar por las cartas anónimas -o no anónimas- que recibo de vez en cuando; y que son un horror. Porque, efectivamente, un cura que no tiene fe es horroroso: no es el único ho­rror que hay en el mundo; pero es uno de los peores. “A mí me persi­guen, pero no puedo ser mártir -dijo San Basilio de Cesarea, llamado el Grande- porque los que me persiguen llevan mi mismo nombre”. Pero a Santa Inés y a Santa Bárbara, que eran tiernas niñas, las persiguieron hasta la muerte sus propios padres. La persecución que Cristo predijo a los suyos viene de cualquier parte: a veces de donde menos se piensa.
La fe en el Crucificado no invita a perseguir a nadie; invita a soportar la persecución. La fe en el Crucificado existe en este mundo mezclada a la cizaña del mundo; y así existirá hasta el Fin del Mundo.

Leonardo Castellani, “El Evangelio de Jesucristo”, Editorial Vórtice, Buenos Aires, 1997, págs. 184-188.


[1] Opinión personal del autor después de haber leído el proceso de Pier Mateo Petrucci ocurrido en 1688. Creo que las 54 proposiciones retractadas pueden entenderse ortodoxamente, pese a la ambigüedad de algunas, como opinó uno de los calificadores.