lunes, 14 de marzo de 2011

¿Por qué soy Católico?


La dificultad de explicar por qué soy católico reside en que hay diez mil razones que se elevan todas a una sola razón: que el catolicismo es verdadero. Podría llenar mi espacio con frases sueltas que comenzaran con las palabras: «Es lo único que...», como, por ejemplo, es lo único que de verdad evita que un pecado sea un secreto. O es lo único en lo cual lo superior no puede estar por encima, en el sentido de ser altanero. O es lo único que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser un producto de su época.  O es lo único que habla como si fuera cierto: como si fuera un auténtico mensajero que se negase a alterar un mensaje auténtico. O es la única forma de cristianismo que de verdad incluye a todos los tipos de hombre, incluso al hombre respetable. O es el único gran intento de cambiar el mundo desde dentro; valiéndose de voluntades y no de leyes; etcétera. O podría tratar la materia de manera personal y describir mi propia conversión, pero resulta que tengo la fuerte sensación de que este método hace que la empresa parezca mucho más pequeña de lo que en realidad es.

Grandes cantidades de hombres mucho mejores se han convertido a religiones mucho peores. Preferiría en gran medida decir aquí de la Iglesia católica precisamente las cosas que no se pueden decir de sus muy respetables rivales. En resumen, de la Iglesia católica diría principalmente que es católica. Preferiría intentar sugerir que no es sólo más grande que yo, sino más grande que cualquier cosa en el mundo, que es, de hecho, más grande que el mundo. Pero, ya que en este pequeño espacio sólo puedo centrarme en un aspecto, la contemplaré en su cualidad de guardiana de la verdad.
El otro día, un escritor conocido, por lo demás bastante bien informado, dijo que la Iglesia católica era siempre un enemigo de las ideas nuevas. Tal vez no se le ocurriera que su propio comentario no tenía exactamente la naturaleza de una idea nueva. Es un concepto que los católicos han de estar refutando de manera continua, porque es una idea muy vieja. Es más, aquellos que se quejan de que el catolicismo no puede decir nada nuevo rara vez creen necesario decir nada nuevo sobre el catolicismo. En realidad, un verdadero estudio de la historia demostrará que es curiosamente contraria a tal hecho. En la medida en que las ideas realmente son ideas y en la medida en que tales ideas pueden ser nuevas, los católicos han sufrido de manera continua por sostenerlas cuando de verdad eran nuevas, cuando eran demasiado nuevas para encontrar cualquier otro apoyo. El católico no sólo iba por delante, sino que se encontraba solo, y aún no había nadie allí que entendiese lo que había encontrado.
De este modo, por ejemplo, cerca de doscientos años antes de la Declaración de Independencia y de la Revolución Francesa, en una época consagrada al orgullo y alabanza de los príncipes, el cardenal Bellarmine y el español Suárez establecieron con lucidez toda la teoría de la auténtica democracia. Pero en aquella era del Derecho Divino ellos sólo dieron la impresión de ser unos jesuitas sofistas y sanguinarios, que merodeaban con puñales para ejecutar el asesinato de reyes. Así, de nuevo, el casuismo de las escuelas católicas dijo todo cuanto en realidad se podía decir sobre las problemáticas obras y las problemáticas novelas de nuestra propia época, doscientos años antes de que se escribiesen. Dijeron que había en verdad problemas de conducta moral, pero tuvieron el infortunio de decirlo con doscientos años de adelanto.
En un tiempo de fanatismo demagógico y de vituperio libre y fácil, ellos simplemente consiguieron que les llamaran mentirosos y evasivos por ser psicólogos antes de que la psicología estuviera de moda. Resultaría sencillo proporcionar otros muchos ejemplos hasta nuestros días, y el caso de ideas que son aún demasiado nuevas para que se entiendan. Hay pasajes en la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII (también conocida como «Encíclica sobre el trabajo», promulgada en 1891) que sólo ahora están comenzando a ser utilizados como consejos para movimientos sociales mucho más nuevos que el socialismo. Y cuando el señor Belloc escribió sobre el «estado servil», avanzó una teoría económica tan original que casi nadie se ha dado cuenta aún de cuál es. Dentro de unos pocos siglos, otras personas la repetirán, y la repetirán mal. Y entonces, si los católicos se oponen, su protesta se verá explicada con facilidad por el bien conocido hecho de que a los católicos nunca les importan las ideas nuevas.
No obstante, el hombre que hizo ese comentario sobre los católicos quería decir algo, y es sólo hacerle justicia el entenderlo con mayor claridad de la que empleó en afirmarlo. Lo que él quería decir era que, en el mundo moderno, la Iglesia católica es de hecho el enemigo de muchas modas influyentes, la mayoría de las cuales dicen aún ser nuevas, aunque muchas están empezando a ser un poco añejas. En otras palabras, en la medida en que quería decir que la Iglesia a menudo ataca lo que el mundo sostiene en un momento dado, tenía toda la razón. La Iglesia sí se lanza a menudo en contra de la moda de este mundo que expira, y tiene la suficiente experiencia para conocer la gran rapidez con la que expira. Pero para entender con exactitud lo que implica, es necesario adoptar una perspectiva bastante más amplia y tener en cuenta la naturaleza última de las ideas en cuestión, considerar, por así decirlo, la idea de la idea.
Nueve de cada diez ideas que llamamos nuevas son simplemente viejos errores. La Iglesia católica tiene por una de sus principales obligaciones la de impedir que la gente cometa esos viejos errores, evitar que los cometa una y otra vez de manera sucesiva, como hace en todo momento la gente si se la deja a su suerte. La verdad sobre la actitud católica hacia la herejía, o como dirían algunos, hacia la libertad, quizás se puede expresar de la mejor manera por medio de la metáfora de un mapa. La Iglesia católica porta algo parecido a un mapa de la mente que se asemeja el mapa de un laberinto, pero que en realidad es una guía del mismo. Ha sido compilado a partir de un conocimiento que, aunque se ha considerado un conocimiento humano, no tiene ningún igual humano.
No hay otro caso de una institución inteligente continua que haya estado meditando acerca del pensamiento durante dos mil años. Como es natural, su experiencia abarca prácticamente todas las experiencias, y en especial prácticamente todos los errores. El resultado es un mapa en el cual se hallan señaladas con claridad todas las calles cortadas y las carreteras en mal estado, todos los caminos cuya inutilidad ha quedado demostrada por la mejor de todas las pruebas: la prueba de aquellos que las han recorrido.
En este mapa de la mente los errores se señalan como excepciones. La mayor parte de él consiste en patios de recreo y felices cotos de caza, donde la mente puede disponer de tanta libertad como desee, por no hablar de la cantidad de campos de batalla intelectuales en los que la lucha se encuentra indefinidamente abierta y sin decidir. Pero éste sin duda carga con la responsabilidad de señalar que ciertos caminos no llevan a ninguna parte o conducen a la destrucción, a una pared vertical o a un precipicio escarpado. Por estos medios, evita que los hombres pierdan el tiempo o la vida por sendas que ya se ha descubierto que son fútiles o desastrosas una y otra vez en el pasado, pero que, de otro modo, podrían atrapar a los viajeros una y otra vez en el futuro. La Iglesia se hace responsable de prevenir a su gente contra éstas; y de éstas depende el verdadero tema de este caso.
Defiende a la humanidad de forma dogmática de sus peores enemigos, esos monstruos devoradores, vetustos y terribles de los viejos errores. Ahora todas estas falsas cuestiones tienen una forma de parecer bastante novedosas, en especial para una generación reciente. Su primer enunciado siempre suena inofensivo y plausible. Daré sólo dos ejemplos. Suena inofensivo decir, como ha dicho la mayoría de la gente moderna: «Los actos son malos sólo si son malos para la sociedad». Llévese esto a cabo y, más tarde o más temprano se obtendrá la crueldad de una colmena o de una ciudad pagana, que establezca la esclavitud como el medio de producción más barato y más seguro, que torture a los esclavos en busca de un testimonio porque el individuo no significa nada para el Estado, que declare que un hombre inocente debe morir por el pueblo, como hicieron los asesinos de Cristo. Entonces, quizás, se retorne a las definiciones católicas, y se descubra que la Iglesia, mientras que afirma que es nuestro deber trabajar por la sociedad, dice también otras cosas que prohíben la injusticia individual. O de nuevo, suena bastante piadoso decir: «Nuestro conflicto moral debería finalizar con una victoria de lo espiritual sobre lo material». Llévese esto a cabo, y se puede acabar en la locura de los maniqueos, que dirán que un suicidio es bueno porque es un sacrificio, que una perversión sexual es buena porque no genera vida, que el diablo creó el sol y la luna porque son materiales. Entonces se podrá empezar a preguntar por qué el catolicismo insiste en que hay espíritus malvados igual que buenos, y que lo material también puede ser sagrado, como en la Encarnación o en la Misa, en el sacramento del matrimonio o la resurrección del cuerpo.
No hay ahora otra mente colectiva en el mundo que se halle así vigilando para evitar que las mentes se echen a perder. El policía llega demasiado tarde cuando intenta evitar que los hombres se descarríen. El médico llega demasiado tarde, pues viene sólo a encerrar a un loco, no a aconsejar a un cuerdo sobre cómo no volverse loco. Y todo el resto de sectas y escuelas son inapropiadas para tal propósito. Y esto no ocurre porque no contenga cada una de ellas una verdad, sino precisamente porque cada una de ellas contiene una verdad.
Ninguna de las demás afirma en realidad contener la verdad, y se contenta con albergar una verdad. Ninguna de las demás, esto es, afirma en realidad estar alerta en todas direcciones al tiempo. La Iglesia no se encuentra simplemente armada contra las herejías del pasado o incluso del presente, sino de igual forma en contra de las del futuro, que pueden ser el contrario exacto de las del presente; puede hallarse combatiendo en el futuro alguna forma de exageración supersticiosa e idólatra del ritual. El catolicismo no es ascetismo; en el pasado ha reprimido exageraciones fanáticas y crueles del ascetismo una y otra vez. El catolicismo no es simple misticismo; incluso ahora se encuentra defendiendo la razón humana frente al mero misticismo de los pragmatistas. Así, cuando el mundo se volvió puritano en el siglo XVII, se acusó a la Iglesia de llevar la caridad hasta el punto de la sofistería, de hacerlo todo fácil con la laxitud del confesionario. Ahora que el mundo no se vuelve puritano, sino pagano, es la Iglesia la que se encuentra protestando en todas partes en contra de una laxitud pagana en el vestir o en las formas. Está haciendo lo que querían hacer los puritanos, cuando realmente se requiere. Con toda probabilidad, todo lo bueno del protestantismo sobrevivirá sólo en el catolicismo; y en ese sentido, todos los católicos serán aún puritanos cuando todos los puritanos sean paganos.
De este modo, por ejemplo, el catolicismo, en un sentido poco comprendido, se queda al margen de una trifulca como la del darwinismo en Dayton. Se queda al margen porque se encuentra alrededor de ella, como una casa permanece alrededor de dos muebles que están fuera de lugar. No es una presunción sectaria el decir que se encuentra delante, detrás y más allá de todas estas cosas, en todas las direcciones. Es imparcial en una pelea entre el fundamentalista y la teoría del Origen de las especies, porque se remonta a un origen anterior a ese Origen, porque es más fundamental que el fundamentalismo. Sabe de dónde vino la Biblia. También sabe hacia dónde van la mayoría de las teorías de la evolución.
Sabe que había otros muchos  Evangelios aparte de los Cuatro Evangelios, y que los otros fueron eliminados sólo por la autoridad de la Iglesia católica. Sabe que hay otras muchas teorías evolucionistas aparte de la teoría darwiniana, y que ésta tiene muchas posibilidades de ser eliminada por la ciencia posterior. No acepta, en la expresión convencional, las conclusiones de la ciencia, por la sencilla razón de que la ciencia aún no ha concluido. Concluir es callarse; y no es desde luego probable que el hombre de ciencia se calle. No cree, en la expresión convencional, lo que dice la Biblia, por la sencilla razón de que la Biblia no dice nada. No se puede hacer subir a un libro al estrado y preguntarle por lo que en realidad quiere decir. La propia controversia fundamentalista destruye el fundamentalismo. La Biblia por sí sola no puede ser la base del acuerdo cuando es la causa del desacuerdo; no puede ser el lugar común de los cristianos cuando algunos la interpretan de forma alegórica y otros de forma literal. El católico la remite a algo que es capaz de decir algo, a la mente viva, constante y continua de la cual he hablado, la mente más elevada del hombre guiada por Dios.
A cada momento se incrementa para nosotros la necesidad moral de tal mente inmortal. Necesitamos tener algo que mantenga fijas las cuatro esquinas del mundo mientras llevamos a cabo nuestros experimentos sociales o construimos nuestras utopías. Por ejemplo, debemos alcanzar un acuerdo final, aunque sea sólo acerca del truismo de la hermandad humana, que resista cierta reacción de la brutalidad del hombre. No hay justo ahora nada más probable que el que la corrupción del gobierno representativo conduzca a los ricos a soltarse por completo y a pisotear todas las tradiciones de igualdad con simple orgullo pagano. Debemos hacer que los truismos se reconozcan ciertos en todas partes. Debemos evitar la simple reacción y la repetición monótona de los viejos errores. Debemos hacer que el mundo intelectual sea seguro para la democracia. Pero en la situación de anarquía mental moderna, ni ése ni ningún otro ideal está a salvo.
Exactamente igual que los protestantes apelaban a la Biblia en detrimento de los pastores y no se percataban de que la Biblia también se podía poner en tela de juicio, así los republicanos apelaban al pueblo en detrimento de los reyes y no se daban cuenta de que también se podía desafiar al pueblo. No hay un final para la disolución de las ideas, la destrucción de toda prueba de veracidad, que haya sido posible desde que el hombre abandonó el intento de mantener una Verdad central y civilizada, que contuviese todas las verdades y rastreara y refutara todos los errores. Desde entonces, cada grupo ha tomado una verdad cada vez y ha empleado el tiempo en convertirla en una falsedad. No hemos tenido más que movimientos; en otras palabras, monomanías. Pero la Iglesia no es un movimiento, sino un lugar de reunión; el punto de encuentro de todas las verdades del mundo.

G. K. Chesterton, Traducción Julio Hermoso, publicado por el Instituto John Henry Newman.